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Una ciudad inventada

Por 14 de octubre de 2015 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Sergio Ramírez

La primera vez que llegué a Cartagena fue por el año de 1984. Eran tiempos de negociaciones por la paz en Nicaragua, en las que el presidente Belisario Betancur se empeñaba, y tras una visita mía a Bogotá me invitó a que pasara con Tulita, mi mujer, un par de días en la casa del Fuerte de San Juan de Manzanillo para que conociera aquella ciudad que seguía siendo mentira en mi cabeza mientras no traspusiera sus murallas, y nos confió a los cuidados de Gabo y Mercedes.

Mientras a lo lejos, a través del mar Caribe, la tormenta de la guerra civil se cernía sobre Nicaragua, íbamos de un paraje a otro de la ciudad que contemplamos el primer día desde las alturas del fuerte de San Felipe de Barajas, y esa noche tuvimos una velada en casa de Alejandro Obregón en la calle de la Factoría al lado de la muralla, el pintor con sus patillas rubias como un de capitán de fragata, y allí nos dio el amanecer entre historias de asombro y jolgorio, una de ellas de cuando en una fiesta Obregón se había tragado un grillo chino que se paseaba, prendido de una cadena de oro, por el corpiño de la anfitriona.

Una ciudad, imposible de desentrañar porque las capas de que está compuesta son como las de una cebolla infinita, de modo que llegar a la siguiente puede tomar años de nuevas exploraciones, en el aire un eterno vallenato que cuenta historias y cuenta la historia, la antigüedad empozada como en una cisterna de aguas oscuras.

En el siglo dieciocho había en el Caribe una estrategia común de defensa contra las incursiones de los piratas y los asedios de los galeones ingleses armados en corso, que empezaba por la construcción de fortalezas diseñadas por los ingenieros militares españoles.

Fue por esa razón que el comandante José de Herrera y Sotomayor, teniente y capitán del batallón de la plaza de Cartagena fue designado en 1753 comandante de la fortaleza de La Inmaculada y Purísima Concepción situada en el curso del río San Juan en Nicaragua, por donde bucaneros y corsarios buscaban penetrar hasta las ciudad de Granada, junto al Gran Lago.

Las crónicas, que a veces parecen hijas de la invención, de lo que Gabo dio tantas veces cuenta, dicen que siendo viudo el comandante, se llevó a su hija Rafaela, de diez años; y en la fortaleza erigida en un recodo del río, le enseñó diversas artes de guerra, entre ellas el manejo del cañón, con lo que, al poco tiempo, "con alguna propiedad y acierto lo montaba, cargaba, apuntaba y disparaba".

El padre enfermó de fiebres malsanas, y la siguiente vez que los ingleses atacaron el castillo al amanecer del 29 de julio de 1762, su cadáver estaba siendo velado en la torre del homenaje. La niña asumió entonces la defensa, negó a los corsarios la rendición que demandaban, y a las once en punto de la mañana disparó un cañonazo que descalabró la nave capitana, lo que minó la moral de los atacantes, más aún cuando la niña mandó crear un fuego griego con unas sábanas empapadas de alcohol que navegaron río abajo alzando llamas, lo cual apuró su desbandada.

Le conté esta historia a Gabo y la tomó, por supuesto, por cierta. Para él no resultaba nada extraño que una niña de diez años fuera una artillera de puntería infalible, y de genio militar suficiente para fabricar un fuego griego que pusiera espanto en las filas enemigas.

Él volvería en Del amor y otros demonios sobre la historia de otra niña de edad parecida, Sierva María de Todos Los Angeles, mordida por un perro rabioso cuando iba a cumplir sus doce años. Las dos historias  son de la segunda mitad del siglo dieciocho, y aquel cañonazo de Rafaela resonó, a lo mejor, en la misma fecha en que Sierva María empezaba el calvario de su desgracia. Entonces el Tribunal de la Inquisición que perseguía la brujería y los tratos con el demonio, y la rabia era considerada diabólica.

El cabello de la inocente endemoniada siguió creciendo después de su muerte, y cuando siglos más tarde la piocha del albañil rompió su féretro, aquella "cabellera viva de un color de cobre intenso se derramó fuera de la cripta". Medía exactamente veintidós metros con once centímetros.

La ciudad detrás de las murallas sigue siendo mentira, una ciudad mágica más allá del lugar común, inventada por Gabo, y que se sigue inventando sin fin a sí misma.

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Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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