Sergio Ramírez
En la letra de un bolero famoso del que tomé el título para mi novela Sombras nada más, el cantor enamorado ofrece a la amada “abrir lentamente sus venas” y su "sangre toda verterla a sus pies". Entregar de manera metafórica la sangre, el corazón, los ojos, viene desde los tiempos del más crudo romanticismo copiado luego en las canciones populares.
Pero en la ciudad de México vino a resultar un poeta más que generoso, no con su propia sangre, sino con la de la amada, y de manera nada metafórica. Y aquello de “voy a comerte a besos”, tan común en el lenguaje coloquial del amor, lo transformó en un verdadero banquete, pues terminó engulléndose a la mujer que había escogido como musa y amante.
La víctima se llama Soledad Garabito, y el poeta aficionado a la carne femenina, se llama José Luis Calvo Zepeda, quien vendía su producción poética en octavillas por las calles del barrio La Condesa, que está muy de moda entre los artistas; ya no tuvo oportunidad de editar su primer libro, a menos que lo haga desde la cárcel.
Según las cuentas de la policía, el poeta caníbal ya había asesinado a otras dos musas, e igualmente se las había comido. “La carne que tienta con sus frescos racimos/y la muerte que aguarda con sus fúnebres ramos” cantaba Rubén Darío. El poeta Calvo Zepeda, diestro más con el cuchillo que con la pluma, no dejó aguardar a la muerte, e hizo de la celeste carne su plato favorito.