Sergio Ramírez
La poesía, las novelas y las canciones recurren a los ojos como expresión infaltable de la belleza femenina. Son su prenda más enigmática, y si nos deslizamos por la pendiente siempre resbaladiza del lugar común, las ventanas del alma. Ojos negros, verdes, azules. Los de madame Bovary son unas veces pardos, otras azules, y también negros. Más que un error de Flaubert, el más minucioso de los escritores en sus registros como para equivocarse así, Vladimir Nabokov explica que esa variedad se debe a que “tenían algo así como capas sucesivas de colores que, más densas en el fondo, se volvían tenues a medida que se acercaban a la superficie de la córnea”. Y el mismo Flaubert lo lleva por ese cauce: “lo que tenía más hermoso eran los ojos; aunque eran castaños, parecían negros…”
Los ojos negros son siempre en la literatura el abismo de la perdición. Unos ojos que anuncian la desgracia no pueden sino ser negros como noche sin estrellas; ya su mismo color anuncia que traerán luto al enamorado que pena bajo su oscura lumbre. Ojos para perderse en ellos, con ellos, y por ellos, aunque en su negrura avisen del peligro mortal de sólo mirarlos.
La tonada rusa, Ojos negros, en una de sus arrebatadas estrofas dice: “veo en ellos el duelo de mi alma/veo en ellos una llama de victoria/y consumido en ella, un pobre corazón…”; que bien nos lleva hasta la cueca que popularizó la voz de Lucho Gatica: “yo vendo unos ojos negros/ quien me los quiere comprar/ los vendo por hechiceros/ porque me han pagado mal…”.
“Por unos ojazos negros, igual que penas de amores/ hace tiempo tuve anhelos/ alegrías y sin sabores…”, se duele el bolero clásico de Olimpo Cárdenas Un viejo amor; y la letra del tango Por unos ojos negros, llora con el bandoneón: “¿por qué tus ojos me embrujaron? ¿Por qué? /Si tú tenías que alejarte después/sólo me queda el recuerdo glacial/de tus ojos de sombra y cristal…”
Para ser justos, el tormento poético no viene sólo de los ojos negros; también los ojos claros tienen su parte, como en el madrigal que dejó instalado en la esquiva posteridad a Gutierre de Cetina: “ojos claros, serenos/si de un dulce mirar sois alabados/¿por qué, si me miráis, miráis airados…?”
Los ojos azules tampoco van a la zaga, y el cielo y el mar son su más común y fácil comparación: “y sin embargo tus ojos azules/azul que tiene el cielo y el mar…”, dice el tango de José María Contursi Sombras nada más, que se convirtió en bolero en la voz de Javier Solís. Inmensidad y misterio. “Tu pupila es azul y, cuando ríes, /su claridad süave me recuerda/el trémulo fulgor de la mañana/que en el mar se refleja”, insiste la lira de Bécquer.
¿Y los ojos verde esmeralda, ojos verde mar, los preferidos de Agustín Lara?: “aquellos ojos verdes / de mirada serena / dejaron en mi alma / eterna sed de amar…”. A unos ojos de esmeralda, en las canciones, corresponden siempre brazos de marfil, dientes de perla, labios de rubí, para que la pedrería modernista no se agote. Y no hay novela de la muy prolífica Corín Tellado que no empiece con una heroína de refulgentes y apasionados ojos verdes.
Bucólico en sus comparaciones, el Cantar de los Cantares no da color a los ojos de la amada, sino que dice que son de paloma, sus cabellos como manada de cabras, sus dientes como ovejas trasquiladas. Y “tus dos tetas como dos cabritos mellizos, que están paciendo entre azucenas”, traduce Fray Luis de León.
Pero volvamos a los ojos negros, tan traicioneros. El color de los ojos lo define el iris, y así, hay ojos de color castaño, que es lo mismo que marrón, o café; de color avellana, intermedio entre el café y el verde; de color de miel, o ámbar; y verdes, azules, y grises. Pero no hay ojos negros, estrictamente hablando. A pesar de todas las alabanzas, los ojos negros son una invención romántica.
Tener los ojos verdaderamente negros es una rara excepción, consecuencia de una enfermedad congénita llamada aniridia, y entonces el iris negro se confunde con la pupila, lo que lejos de ser fascinante, perturba por su anomalía, porque es como si la persona, desde la negrura total, no pudiera mirarnos. Quien padece de este mal sufre de fotofobia, y se es propenso a las cataratas y el glaucoma, entre otras muchas amenazas de ceguera. Nada hay en ojos tales que se acerque al embeleso. Flaubert lo sabía: los ojos de la heroína de su novela “parecían negros” …pero no lo eran.
El asunto se vuelve patológico. Los ojos negros vienen a ser una maldición, no para quien los ve bajo la atracción pasional, sino para quien, por uno de esos azares del destino, los tiene.
Pero, en fin, dejemos a los ojos negros como verdad alternativa, para que sigan siendo abismos de la perdición.