
Sergio Ramírez
Los mabaans, una tribu del Sudán, tienen la menor tasa de sordera de todo el mundo, leo en la memoria de un congreso médico celebrado recientemente en Madrid. Viven en una región desolada, cercana al desierto del Sahara, que es como una cámara de vacío. No hay allí ruidos de ninguna especie, y por tanto no necesitan alzar la voz entre ellos, con lo que sus conversaciones discurren de manera plácida, en un continuo rumor.
Dichosos los mabaans que son dueños del silencio, y por tanto, del oído limpio y perfecto, sus canales acústicos lejos de toda contaminación, y que no conocerán nunca la maldición de la sordera provocada por los ruidos urbanos. El mismo informe dice que en el año 2020, un 10% de la población española padecerá de presbiacusia, que consiste en la pérdida de la audición por degeneración celular ligada a la exposición al exceso de ruido, discotecas, motores de autos y aviones, máquinas industriales, aparatos de televisión y equipos de sonido a todo volumen, además del natural proceso de envejecimiento.
El placer de conversar se frustra entre los ruidos. Si uno asiste a una fiesta y sale de ella con dolor en la garganta, por el esfuerzo de dejarse oír por encima de la música que atruena al máximo posible de los infernales decibeles de los altoparlantes, algo muere cada vez más dentro de uno, además de las células auditivas: la posibilidad de la comunicación llana y espontánea, el placer simple de la conversación.
¿Deberemos valernos pronto del lenguaje de manos de los sordomudos?