Sergio Ramírez
El año que empieza verá una gran cosecha electoral en América Latina. Siete países votarán para elegir a sus gobernantes; y si es cierto que cada una de estas elecciones tiene sus propias
particularidades, en cuanto a la naturaleza de las fuerzas que disputan el poder, hay un denominador común que hoy puede parecer irrelevante pero en verdad no lo es: la transparencia con que se cuentan los votos. Los alegatos de fraude vienen a ser esporádicos; unos, de poca fuerza, como ocurrió en las recién pasadas elecciones presidenciales de Honduras; otros, pasmosamente reales, como en Nicaragua.
Sin la institucionalidad electoral la viabilidad democrática no sería posible, en un panorama cambiante donde se presentan novedades notables, la primera de ellas que el monopolio político, compartido habitualmente entre dos partidos tradicionales, no pocos de ellos nacidos con la independencia en el siglo diecinueve, ha sido roto, como en Uruguay. Otros de esos partidos surgieron de
profundos cambios políticos pero les llegó su caducidad, como en Venezuela, o han entrado en crisis, como en Costa Rica.
Esas fuerzas se volvieron obsoletas, y mientras algunas han logrado entender los nuevos tiempos, otras han envejecido sin poder percibir que las sociedades cambian dinámicamente, y que la población se ha vuelto estadísticamente cada vez más joven, con nuevos reclamos. Por tanto, la democracia es una entidad viva que debe saber responder a los retos de la modernidad. A fin y al cabo vivimos en el siglo veintiuno.
Mientras algunos viejos partidos sucumben y se descalabran, surgen otros nuevos que representan a fuerzas sociales emergentes, y sobre todo, he aquí la novedad más acusada, agrupaciones que un día empuñaron las armas y hoy han encontrado espacios de representación en el sistema democrático, y aún han alcanzado a gobernar, como en El Salvador o en Uruguay. La dictadura del proletariado no es hoy sino una pieza de museo delante de la cual nadie se detiene.
Esta participación común, debidamente garantizada, anula la polarización ideológica que un día llevó a la violencia, y ha significado una moderación mutua, que abre un espacio de convivencia como el que reclama el libro de Isaías: "Morará el lobo con el cordero". Estoy usando un símil que puede parecer utópico; pero que derecha e izquierda conviven es una realidad; y conviven porque se alejan de los extremos y se acercan al centro, que viene a ser una especie de plaza pública donde resuenan las voces y no las armas.
Sólo los sistemas electorales confiables serán capaces de neutralizar la polarización política, y atajar la violencia. Es una paradoja necesaria que frente a la desconfianza de las nuevas generaciones de votantes en el viejo sistema, que tarda en traer bienestar, o se empantana no pocas veces en la corrupción, la transparencia electoral sea la única capaz de ofrecer salidas, porque da cauce a las esperanzas de cambio.
La reelección presidencial no es un mal en sí misma, ya lo hemos visto en Colombia, Brasil, o Chile. Es la corrupción del sistema electoral la que hace de la reelección una negación de la democracia, como en Nicaragua; y si agregamos que esa reelección anula la independencia de los poderes del estado y los concentra en una sola persona, entonces todo el sistema democrático sucumbe.
Lula da Silva ha dicho sabiamente que la falta de participación política es la puerta del fascismo, y más ancha será esa puerta sin un sistema de alternancia, con la posibilidad garantizada de que quien tiene más votos es el que gana el derecho de gobernar.
Llegará un momento en que veremos más claramente que sin democracia efectiva no habrá posibilidad de desarrollo económico, que no es lo mismo que populismo económico. Uno de los espejismos de esta época latinoamericana ha sido la creencia de que un sistema que se aleja del pluralismo puede redimir a nuestros países de la miseria y del atraso. No hay otra falacia moderna, y a la vez tan antigua, que se le asemeje en tamaño y contumacia.