Sergio Ramírez
Al recorrer a pie San José voy encontrándome con las estatuas de los próceres modernos de Costa Rica. La del doctor Calderón Guardia, frente al edificio de la Caja Costarricense del Seguro Social, fundada por él gracias a una rara conjunción de planetas, pues para darle al país una nueva legislación laboral a comienzos de los años cuarenta del siglo pasado, contó con el respaldo del arzobispo, monseñor Sanabria, y del jefe del Partido Comunista Manuel Mora.
O la de don Pepe Figueres, quien abolió el ejército tras el triunfo de la revolución democrática que encabezó en 1948, develada en 1998 en la plaza de la Democracia, y retirada en 2006. Desde entonces aguarda su reinstalación en una bodega municipal adonde fue confinada bajo el alegato de que los vándalos no la dejaban en paz. Pero que esté al aire libre, a la vista pública, o en la clausura de un almacén, es algo que no parece inquietar a la opinión pública.
Próceres antiguos y contemporáneos se reparten en Costa Rica los honores sin alardes ni exageraciones. En la ciudad de San Ramón, donde nacieron tres presidentes, don José Acosta, Figueres, y don Francisco Orlich, se les recuerda en sordina, un pequeño museo, alguna escuela que lleva sus nombres. El culto ciudadano guarda su equilibrio, como todo en este país. En la estatua ahora embodegada, el escultor representó a don Pepe vestido en mangas de camisa, no de militar, que lo fue efímeramente. Qué no esté ahora en ninguna plaza, no es inquietante. Si estuviera en todas, sí lo sería.
En 1956 se celebró en Panamá una cumbre de presidentes en la que participó Eisenhower. Era un verdadero zoológico: el Generalísimo Trujillo de la República Dominicana, el general Somoza de Nicaragua, el general Batista de Cuba, el general Pérez Jiménez de Venezuela, el general Rojas Pinilla de Colombia…todos llegados al poder por golpes de estado.
Figueres, una rareza entre aquella constelación, se negó a darle la mano a Somoza, que poco antes había hecho develar su gigantesca estatua ecuestre en Managua, una estatua de Mussolini guardada en un almacén en Roma, comprada de remate, y a la que sólo cambiaron la cabeza. "Somoza develiza la estatua de Somoza en el estadio Somoza", dice el epigrama de Cardenal. Ya se sabe que fue derribada de su pedestal el 19 de julio de 1979.
En poco tiempo, empezando por Somoza ultimado ese mismo año, no quedaría en el paisaje ninguno de los felices gorilas de aquel aquelarre. El último en desaparecer fue el Generalísimo Trujillo, asesinado en 1961. Hasta entonces, la capital de la República Dominicana se llamaba Ciudad Trujillo, y entre su extensa lista de títulos se contaban los de Padre de la Patria Nueva, Genio de la Paz, Campeón Invicto del Pueblo, y Protector de Todos los Obreros. También era obligatorio estudiar su pensamiento en cátedras universitarias e institutos de investigación.
Somoza no le iba a la saga. Campeón de la Democracia, Gran Pacificador de Nicaragua, Adalid del Progreso. Tampoco desperdiciaba las fechas de guardar: el 30 de mayo pasó a ser el día de la madre, porque era el cumpleaños de su suegra, y el 27 de mayo el día del ejército, porque era el natalicio de su esposa.
No son una especie en extinción. Los dictadores creen que sus estatuas van a seguir allí por los siglos venideros. Es una suerte de inseguridad encubierta, buscar como afirmarse en efigies, como si multiplicarse fuera una necesidad que nace de la convicción perturbadora e insoslayable de que nadie es eterno, por mucho que quien manda a fundirse en bronce pretenda aparentar que la eternidad es suya, otra más de sus posesiones terrenas.
Figueres sabía bien que no es necesario estar subido a un pedestal para quedarse para siempre, porque la memoria viene a ser la mejor plaza para vivir en ella.