
Sergio Ramírez
La imaginación de los novelistas tiene facultades de predecir el futuro. Por lo menos podemos decir eso respecto a los novelistas del siglo diecinueve, que tenían todo el lejano futuro por delante, y la conciencia de vivir en un presente que se deslizaba lentamente hacia el pasado, sin espavientos ni premuras. Los grandes inventos eran pocos, aunque trascendentales; recordemos sino la fotografía, la máquina de vapor, el ferrocarril, el cable trasatlántico, y los primeros atisbos del cine y la aviación.
Hoy el concepto de futuro ha cambiado, e invade de manera vertiginosa el presente, que se deshace en nuestras manos. No es posible contar los inventos que transforman a diario la vida práctica porque se suceden en multitud, y sustituyen a otros recién inventados, volviéndolos obsoletos. Todo es provisional en nuestras vidas, y por tanto, nadie puede imaginar portentos, pues serán desmentidos de inmediato, o rebasados, por los dueños de la nueva imaginación que en lugar de escribir novelas sobre artilugios e invenciones del futuro, los ponen en práctica, dejando desnuda, o al menos en harapos, a la vieja ciencia ficción.
Por eso es que escritores como Julio Verne, o H.G. Wells, podían adelantarse al futuro con alguna ventaja, porque vivían en un presente más despejado, en el que las novelas tenían aún más peso que la realidad, en ese género que entonces se llamó futurismo.