Sergio Ramírez
Después de padecer largas dictaduras militares a lo largo del siglo veinte en América Latina, y apartadas las polarizaciones ideológicas que llevaron a conflictos armados en no pocos países, la recuperación, o edificación, del estado de derecho fue la meta a conseguir como salvaguarda de un futuro en que democracia y desarrollo pudieran caminar juntos.
Bien podría decirse que la aspiración de finales del siglo veinte fue hacer que la realidad política respondiera a la letra de las Constituciones, un ajuste en el que gran parte de nuestros países habían fracasado desde los días de la independencia. Ni más ni menos, regresar al siglo diecinueve para poder tener siglo veintiuno.
Pronto descubrimos que la institucionalidad democrática era capaz de resucitar de las cenizas de las dictaduras militares solamente donde esa institucionalidad había prosperado antes, como en Uruguay o en Chile, o como siguió funcionando en Costa Rica mientras en el resto de Centroamérica de alzaban las llamas del conflicto bélico; pero donde históricamente había sido débil era difícil reinventarla, como en la mayoría de los mismos países centroamericanos.
Aprendimos, o recordamos, lo que ya la historia enseñaba: que la "democracia populista" no es más que un seudónimo del autoritarismo. Si hay concentración absoluta de poder, cercenamiento de la libertad de expresión; si hay miedo de los ciudadanos frente al poder, estamos en los umbrales de la dictadura. De allí a la represión sangrienta no hay más que un pequeño paso. Y el populismo no es más que el celofán en que se envuelve ese regalo envenenado.
Pero otro elemento, para nada sorpresivo, se sumó al panorama de fin de siglo, y se expande hoy con fuerza de incendio: la corrupción, tan adherida a la democracia recuperada, como si fuera una piel purulenta; y la propia debilidad institucional, que incluye la falta de transparencia y de controles sobre la voracidad de no pocos de quienes suelen ascender al mando, la facilita.
El panorama se agrava con la incidencia pertinaz del crimen organizado, que alienta la corrupción en todos los estratos, y el empeño de los narcocarteles en minar el estado de derecho. Los narcodólares tienen un peso excesivo y desproporcionado capaz de descalabrar el andamiaje institucional. Es una hidra de múltiples cabezas que apenas se le corta una, retoñan cien; una hidra capaz de asesinar masivamente, incinerar, decapitar, con mucho que enseñar en cuanto a métodos de crueldad a los sicarios del califato islámico.
Son los que dejan cabezas humanas en parajes públicos como símbolos de su poder sanguinario, que es también un ritual. Los narcos mexicanos propagan el culto a la Santa Muerte que hace resplandecer en su mano la afilada guadaña que decapita, descuartiza, y amontona cadáveres, y víctimas visibles de esta cacería son los periodistas. Decenas de ellos viven bajo amenaza, son asesinados o resultan desaparecidos en México, Honduras, Guatemala, Colombia, Paraguay o Brasil, por la osadía de meterse en las entrañas de la verdad.
Desde el año de 2007, más de 50 periodistas han sido asesinados o han desaparecido en México, y sólo en el estado de Veracruz las víctimas sumen 14 desde 2011. De acuerdo al Comité para la Protección de Periodistas con sede en Nueva York, "hay un clima de persistente impunidad. Los crímenes contra periodistas no son resueltos casi nunca, no sólo como resultado de la negligencia y la incompetencia, sino también debido a la corrupción que se extiende entre jueces, fiscales y autoridades de policía, sobre todo a nivel de los estados".
En el año 2013, tras la llegada del presidente Peña Nieto, se aprobó una reforma constitucional que otorga a las autoridades federales jurisdicción para perseguir a los responsables de crímenes contra la libertad de prensa, y el reclamo hoy es que se organicen medidas efectivas para proteger a los periodistas.
En agosto de este año unos 400 periodistas, escritores y artistas de todo el mundo, a raíz del asesinato del fotógrafo Rubén Espinoza, quien había huido de Veracruz a la ciudad de México tras constantes amenazas a su vida, y fue acribillado con otras cuatro personas, dirigimos al presidente Peña Nieto una carta pública que empieza diciendo:
"Con el apoyo de PEN y el Comité de Protección a los Periodistas, vemos con indignación los ataques contra los reporteros en México. Cuando se ataca a un periodista se atenta contra el derecho a la información de la sociedad entera".