Sergio Ramírez
En el año de 1994, la Fuerza Aérea de los Estados Unidos comenzó a desarrollar una nueva arma secreta en los laboratorios Wright ubicados en el estado de Ohio. El programa, en el que se invirtieron 7.5 millones de dólares, fue concebido por la empresa Sunshine Project, con sede en Texas.
El plan era desarrollar una sustancia para ser rociada sobre las tropas de infantería enemiga, algo que en este sentido no es nada nuevo: ya sabemos de sustancias y gases paralizantes, o capaces de causar vómitos y diarrea incontenible —el sueño dorado de los estrategas militares de ver a los adversarios corriendo a campo traviesa en busca de un retrete, o de un paraje donde bajarse los pantalones. Y aún gases y sustancias capaces de provocar risa incontenible: matar de risa, y así ahorrar balas.
Pero esta nueva arma buscaba otros efectos aún más devastadores: provocar en los soldados enemigos una desenfrenada urgencia sexual, tan irreprimible que los obligara a lanzarse unos en brazos de otros, y rodar por los suelos en éxtasis de amor carnal, convertidos todo en gays gracias a una reacción química filtrada por los poros.
Los científicos que idearon esta terrible arma secreta, capaz de dejar al enemigo tendido en el campo de batalla, no se hicieron, sin embargo, una pregunta crucial: ¿qué pasaría si los soldados rociados con la sustancia afrodisíaca, en lugar de buscarse entre ellos para saciar sus urgencias, se lanzaran sobre las trincheras contrarias en busca de los soldados del otro bando?
Por fin, la paz.