
Sergio Ramírez
En un condado de Ohio, de nombre Champaign, territorio profundo de los Estados Unidos, una adusta y pedagógica jueza condenó a un muchacho fan de la música estridente a pagar una multa de 150 dólares por escuchar a sus estrellas preferidas del rap a volumen demasiado alto en su auto, mientras conducía por las calles del poblado. La sentencia llevaba, sin embargo, una concesión: si el culpable aceptaba dedicarse 20 horas a escuchar composiciones de Bach, Händel, Beethoven, Mozart, etc, para purgar sus gustos, la multa sería reducida a apenas 35 dólares.
La jueza se llama Susan Fornof-Lippencott, y el culpable Andrew Vactor, nombres ambos muy propios para una novela de Vladimir Nabokov. Vactor, de 24 años, se impuso a la tarea bajo la vigilancia de un garante de libertad condicional, y como quien acepta tragar un purgante se sentó frente a la máquina de tortura, suponemos que sin haber sido asegurado con correas, como los condenados a la silla eléctrica. Primero, Bach. Y no soportó más allá de un cuarto de hora el primer disco compacto de fugas. No se dio él mismo a la fuga, sino que volvió delante de la jueza a pagar la multa completa, despreciando así la magnánima rebaja.
Su señoría había dejado constancia de que la naturaleza de la pena impuesta al alborotador, que iba por la calle dejando atrás una estela de ruido insoportable para muchos viandantes y conductores, sólo pretendía equilibrar las cargas, como se solía hacer en la antigüedad con la ley del Talión, ojo por ojo, diente por diente: escuchar a la fuerza lo que al reo no le gustaba, como él había obligado a escuchar a otros el endiablado rap, que un día, a lo mejor, sonará a los oídos de otros siglos, como suenan las fugas de Bach en los armonios colosales de las catedrales.