
Sergio Ramírez
Volverse uno invisible ha sido a través de la historia de la humanidad la ambición de no pocos. Cuento en esta lista de primeros a quienes lo desearían por necesidad de su profesión, como los magos y prestidigitadores, que hasta ahora deben valerse de trucos de espejos, cajas de doble fondos y otras falsedades para crear ante los espectadores la ilusión de que desaparecen y se vuelven transparentes como el aire.
En esa misma categoría profesional pondría a los espías que quisieran entrar en los despachos privados para revisar a gusto la correspondencia secreta del enemigo, o los archivos de las computadoras, y a los detectives que buscan sorprender bajo encargo a las parejas de infieles, y podrían así penetrar en el mismo lugar de los hechos, es decir, las alcobas clandestinas.
Y están también, no podemos decir que faltos de razones profesionales, los ladrones que sueñan con penetrar las cajas blindadas de los bancos y de las joyerías; y por qué no, los novelistas, que siempre queremos escuchar las conversaciones ajenas con toda impunidad, y así mismo ser testigos de las escenas íntimas que nos están vedadas, voyeurs como somos de oficio. Y no olvidemos a los tímidos, que prefieren pasar siempre desapercibidos.
El asunto ha sido resuelto, y ya podremos hacernos invisibles a voluntad.