Sergio Ramírez
La memoria popular exige más. Según una encuesta de opinión tomada en este año del doble festejo, la inmensa mayoría de los mexicanos ve a Zapata y a Villa como los personajes emblemáticos de la revolución. La maldición oficial de tantos años no tiene peso sobre el juicio popular. Sólo un 15 por ciento de los encuestados, tal vez con poca justicia, pone en esa primera categoría a Madero, el presidente civil que proclamó el sufragio efectivo y la no reelección, asesinado por el traidor Huerta.
La puerta por donde se entra en el mito es muy estrecha. Villa y Zapata. Ningún decreto de las alturas les dio nunca el título de generales, pero ahora son los únicos generales que valen. Eso me recuerda la respuesta que Sandino, asesinado a mansalva también por el poder, dio cuando alguien le preguntó con arrogancia quién lo había hecho general. "Mis hombres, señor", fue su humilde respuesta.
El poder muy pocas veces fabrica héroes ni tampoco engendra leyendas. Y la leyenda es también enemiga de los que hacen ricos a la sombra del poder, y se despojan de sus ideales como si se tratara de una piel incómoda. Las leyendas se tejen desde abajo, a la luz de las hogueras del recuerdo agradecido con quienes lo dieron todo sin pedir nada a cambio.
La gloria, dice Ernesto Cardenal en uno de sus poemas, no es otra cosa que "una zopilotera y un gran hedor". Y las cabezas de las estatuas oficiales, generalmente huecas, no dejan nunca de quedar cubiertas por los excrementos de los pájaros.