Sergio Ramírez
Primero la novela de las constituciones perfectas, y luego la novela de los tiranos obsedidos por el placer de ser obedecidos hasta por las piedras. Mandar no puede ser en nuestra historia un acto temporal, limitado; ni siquiera hasta la muerte, porque de por medio está la idea de la inmortalidad que obnubila al más cuerdo. Mejor emperadores ungidos por la mano divina que presidentes electos limpiamente por los ciudadanos. Mejor tratar con esclavos que lidiar con hombres libres. Una sola voluntad que lo rija todo, mejor que la voluntad de todos que termina por no regir nada. El fantasma de la anarquía que sólo puede ser disuelto por la mano firme desde el trono imperial, tentación que no fue ajena aún a Bolívar.
Se tiene poder y es necesario exhibirlo; las joyas de la corona deben estar siempre a la vista, igual que la arbitrariedad omnímoda que atemoriza, porque el miedo, que crea la inmovilidad de acción y pensamiento, es uno de los soportes del poder. Y esa contradicción constante de la historia, la peor de sus dialécticas, que hace de los revolucionarios tiranos.