Sergio Ramírez
Bergman confiesa que se libró de las tentaciones del suicidio por la fuerza de su ansia de vivir, por el mismo miedo a la muerte, que era en él demasiado infantil, y porque su curiosidad era demasiado vasta como para dejarse caer en el abismo oscuro donde ya no vería más nada.
Esa vez de su crisis frente al acoso de los cobradores de impuestos, cuando fue a dar al Hospital Carolina, recuerda entre a los pacientes con quienes le toca convivir, a una muchacha triste que en su manía se lavaba todo el tiempo las manos, a un caballero silencioso que había intentado suicidarse cortándose las venas con un serrucho de carpintero, a una mujer de mediana edad con cara hermosa y severa que cada día recorría kilómetros y kilómetros andando en silencio por los pasillos desolados del pabellón del hospital, en una caminata sin fin.
Y como parte de sus crisis recurrentes, el insomnio tenaz que alcanzaba su punto álgido en lo que él llama “hora de los lobos”, esa franja gris entre las tres y las cinco de la mañana, la hora en que aparecen en tropel los demonios y se quedan sueltos rondando la cabecera de la cama. Los demonios del pesar, del hastío, del miedo, de la furia, y que no es posible poner en huida sino luchando cuerpo a cuerpo con ellos.