Sergio Ramírez
En el balance de su vida, Tomás colocó al final la literatura por encima de su otra pasión visceral, el periodismo, aunque en sus novelas nunca abandonó el periodismo que quedó en el entramado de la narración. Un clásico de nuestras letras contemporáneas, maestro en el arte de borrar todo espacio o frontera entre la historia pública y la imaginación hasta crear una realidad paralela mucho más creíble que la realidad real, tanto así que inventó una historia de Argentina en La novela de Perón y en Santa Evita, que sobrevivirá a la de los libros de texto. Ningún otro triunfo mejor para una novelista que inventar la historia de su propio país.
"Tenemos que estar agradecidos por cada momento en que la historia nos deja en paz", dice Philip Roth en alguna parte. A Tomás la historia nunca lo dejó en paz, y agradecido, cargó a la Argentina a lo largo de toda su vida como en peso vivo, como si se tratara del cadáver mismo de Eva Perón. Era su destino latinoamericano. Un destino hasta la muerte, y un escritor hasta la muerte que nunca cejó en escribir porque era su oficio sagrado. Ya casi imposibilitado, siguió escribiendo sus lúcidos y siempre aleccionadores artículos, y cada vez que yo abría el diario en Managua los domingos y me encontraba su firma, era como si recibiera un mensaje suyo, estoy aquí, sigo vivo, sigo trabajando, lo haré hasta el último aliento.
Y así, escritor hasta el último aliento, siguió adelante tratando de terminar su última novela sobre el Olimpo, dictándola cuando ya no pudo con los dedos, sin dejarse nunca amedrentar por la muerte.