Sergio Ramírez
Ahora, en el vestíbulo del palacete de Ferney-Voltaire, en los nichos a ambos lados de la puerta, han colocado de un lado la estatua de Juan Jacobo Rosseau, el célebre filósofo ginebrino, y del otro la del propio Voltaire, algo que hubiera sido impensable cuando este último fue el amo y señor de sus dominios de Ferney, pues ya se sabe que se convirtieron en feroces enemigos, nada extraño entre filósofos, o escritores. En el mármol, Rosseau luce serio y algo altivo, mientras, desde el otro lado, Voltaire, ya viejo, lo mira de manera más que maliciosa, con la malicia de un personaje de Moliére, como si no olvidara la ironía del museógrafo de ponerlos frente a frente, igual que fueron colocados sus restos mortales en el Panteón de París, también frente a frente.
La guía que nos conduce por los aposentos de la casa, una muchacha graciosa y llena de ingenio como el personaje al que ahora sirve, no se cansa de llamarlo "el rey Voltaire", con no poco de ironía. Se detiene frente a una pintura colocada en lo que fue su dormitorio, y explica que la encargó él mismo a un pintor de los alrededores, ahora olvidado. El cuadro representa la apoteosis de Voltaire siendo coronado de lauros por el mismo Apolo que ha bajado de su carro celestial con ese solo propósito.
Se ve que creía en su propia gloria y en que la posteridad no lo olvidaría. Se ve que se creía Voltaire, y en realidad lo era.