Sergio Ramírez
Antes de la era cibernética, hacerse de un cuarto de millón de documentos confidenciales o secretos de la hasta entonces primera potencia mundial, habría sido una tarea bastante más que difícil para una sola persona como el raso Manning. ¡Cuánto debe añorar el papel de verdad la señora Clinton! Sacarlos de los archivos, fotocopiarlos, transportarlos ocultos fuera de las instalaciones oficiales, necesitaría meses, sino años. Hubo, por supuesto, otras filtraciones antes de la llegada de las computadoras, la más célebre de ellas la de los famosos "papeles del Pentágono" acerca de la guerra de Viet Nam, revelados por el New York Times en 1971. Pero se trataba de un solo documento, entregado a un periodista por uno de sus autores, Daniel Ellsberg, y no de una multitud de informes diarios remitidos desde decenas de embajadas, como en este caso.
Para los curiosos del mundo, entre los que por supuesto me cuento, la lectura de los documentos del Departamento de Estado hasta ahora revelados por WikiLeaks, es todo un banquete. Y como buen curioso, sentado como don Cleofás en la atalaya al lado del diablo cojuelo, me gustaría ver también levantados los techos del Kremlin en Moscú, y del Zhongnanhai en Pekín, al menos, para saber cuáles son los chismes y verdades que cuentan los diplomáticos rusos y chinos acerca de los gobernantes de Estados Unidos, y de los dirigentes mundiales, y si corroboran el aserto de que el coronel Muammar el Gadafi se implanta botox en la cara para paliar sus incontables arrugas. En cuanto a las orgías de Berlusconi, parece que no hay nada que corroborar.