Sergio Ramírez
No era una situación fácil para ninguno de los presidentes centroamericanos. El presidente Vinicio Cerezo de Guatemala, que había ganado las elecciones a la cabeza de una fuerza emergente y nueva en el poder, como era la Democracia Cristiana, no tenía todo el poder en sus manos, ni menos tenía de su lado al ejército, ni a los empresarios. Era el mismo caso del presidente Napoleón Duarte de El Salvador, también electo a la cabeza de la Democracia Cristiana, que no tenía hasta entonces confiabilidad política de parte del ejército, ni de los estamentos conservadores del país. Para muchos, negociar era rendirse a la insurgencia de izquierda.
En el caso del presidente Rafael Azcona de Honduras, del Partido Liberal, su situación era de las más críticas, porque, como dije, las bases militares de los contras estaban abiertamente establecidas en su propio país, tal como lo reconoció él mismo en uno de sus primeros actos de valentía. El presidente Oscar Arias de Costa Rica, no contaba más que con el prestigio democrático de su país para asumir la iniciativa de la mediación, y tras tropiezos iniciales, sujeto también a múltiples presiones, lo logró por fin.
Pero menos fácil era la situación para el presidente Daniel Ortega de Nicaragua.