Sergio Ramírez
Era como una película a la que hubieran quitado el sonido. Algunos vecinos se mecían lentamente en sus mecedoras en las puertas, como si se tratara de una mañana de domingo, o una tarde de esas de tertulia apacible. No había gritos, ni lamentos, ni siquiera se oía crepitar el fuego que iluminaba las ventanas de los edificios con resplandor rojizo, ardiendo sin prisa ni estorbo porque el cuartel de bomberos se había derrumbado.
En el Campo de Marte de la avenida Roosevelt, donde funcionaban varios cuarteles y se hallaban las instalaciones de la Academia Militar, los muros del perímetro habían colapsado, y sobre un montón de escombros un gordo vestido de civil empuñaba una ametralladora Mazden, como se temiera un asalto inminente a aquellas instalaciones que no existían más.
Centenares de soldados habían muertos en sus covachas, aplastados por los muros, allí y en los cuarteles de la loma de Tiscapa, donde despachaba Somoza, que se había quedado solo en su residencia de El Retiro, con el micrófono del radioteléfono de su Mercedes Benz en la mano. Nadie respondía. Unos militares estaban muertos, o heridos, otros habían desertado para correr en busca de sus familiares. Hasta después del mediodía llegarían en camiones tropas del ejército de Honduras desde Tegucigalpa, y más tarde otras de Estados Unidos, transportadas en avión desde la zona del canal de Panamá.