Sergio Ramírez
Johnny Weissmüller es el único Tarzán que reconozco, muerto a los ochenta años, igual que la Chita. Los que vinieron después son ya falsificaciones que se quedan en la penumbra, fuera de la incandescencia del resplandor de mi memoria de niño atento a la proyección desde la ventanilla, pues cuando la película se quemaba, como solía ocurrir, había que correr a desmontar el rollo, llevarlo a la devanadora, cortar, pegar con acetato, reponerlo, y echar andar de nuevo el aparato, todo en menos de dos minutos, antes de que empezaran a apedrear la caseta desde el corral insurreccionado.
Eran rollos ya muy viejos en blanco y negro, el celuloide frágil y tostado, que volvían a la caseta después de haber recorrido, una y otra vez, los circuitos de exhibición de Managua y los pueblos donde había cines, Tarzán de los monos de 1932, Tarzán y su compañera de 1934; y ya en las últimas, Tarzán y las amazonas, de 1945, y Tarzán y las sirenas, de 1948, Johnny Weissmüller, siempre atlético y con sus crenchas largas, iba poniéndose más feo porque iba envejeciendo, pero eso puedo notarlo hasta ahora si vuelvo a ver esas películas que hoy podrían parecerme ingenuas, pero entonces aquel Tarzán en su casa de la copa de un árbol, vestido apenas con un taparrabos y armado nada más de un cuchillo era siempre joven, y, por supuesto, inmortal, igual que Jane, e igual que la Chita.