Sergio Ramírez
El terremoto de Haití resquebraja las posibilidades de conseguir un gobierno estable y consolidar la existencia de un estado nacional, capaz de organizar la administración pública y de tener poder coercitivo. En semejantes circunstancias, la palabra soberanía se borra por sí misma.
El gobierno no ha podido siquiera, en estas condiciones trágicas, ejercer el control del aeropuerto internacional de Puerto Príncipe, en manos ahora de Estados Unidos, ya no se diga ejercer el control de la ayuda humanitaria. A los 8 mil soldados de la MINUSTAH se han agregado ya 10 mil más de Estados Unidos, que se quedarán cuanto sea necesario, según declaraciones de la Casa Blanca. Para Washington, además, les emigraciones masivas desde Haití son consideradas un problema de su propia seguridad nacional, y buscará evitar que se den nuevas avalanchas de expatriados hacia su territorio.
Lo peor falta aún por venir, con millones de hambrientos, sin electricidad ni agua potable, sin viviendas, sin hospitales ni escuelas. Los reflectores fijados hoy sobre Haití se apagarán necesariamente, y las cámaras de televisión se irán reclamadas por otros asuntos sensacionales en el mundo. Toda ayuda humanitaria es temporal, y llegará un momento en que para los países que han acudido en auxilio de Haití se acabará la situación de emergencia. Pero el país seguirá impotente, inválido, destruido, y sin posibilidad ninguna de subsistir por sus propios medios. Ésta es una tragedia aún mayor, la del olvido.
Es entonces cuando habrá que escuchar a Haití, esa tierra doliente y sombría.