
Sergio Ramírez
Recuerdo haber visto alguna vez, en una antología de los textos escolares de la época de Franco en España, una pieza de lectura para niños de la escuela primaria, ilustrada con dibujos, dedicada a explicar la maldad congénita de los judíos. Un judío de rostro torvo, sonrisa pérfida y nariz ganchuda, la encarnación misma del mal, martiriza en la parrilla ardiente a un niño que se niega renegar de su fe en Cristo, y así es llevado a la muerte a consecuencia de las torturas a que su verdugo lo somete, sin sacarle la más mínima queja. De esta manera expedita, el niño obtendrá la palma del martirio.
Los judíos malvados, enemigos de la fe, y causantes todos, como raza, de la muerte de Cristo. Los gitanos, ladrones y secuestradores de niños, culpables también como raza. La culpa de los judíos y de los gitanos, nunca será lavada, se transmitirá de generación en generación. Por eso se necesitarán siempre leyes de emergencia contra ellos.
En la Alemania nazi, después de los censos exhaustivos para saber dónde vivían los judíos, vinieron las estrellas de David en las vitrinas de sus comercios, y en las solapas de sus chaquetas y abrigos, y después vinieron los campos de concentración, a los que también fueron a dar los gitanos y demás razas rebajadas, lo mismo que los homosexuales. El rasero se va haciendo siempre más grande, y se pasa llevando luego a los cojos, a los contrahechos, y a los débiles mentales.