Sergio Ramírez
En esto, ya se ve que los sibaritas de origen eran a la vez nefelibatas, por ingenuos, lo que prueba que ambos términos no son contradictorios para nada. Pero ya se sabe que quienes retienen por fuerza o por maña el cetro en la mano, y pugnan por quedarse hasta su vejez sentados en la silla del poder, tan mullida y tan cómoda, son los que saben hacer bailar no sólo al caballo, sino también al jinete, esta vez con el dulce y armonioso sonido de las monedas de oro; áureo sonido, como diría Rubén, pues no hay manera más eficaz para desconcertar una batalla política, sobre todo si es electoral, que la corrupción, tan en boga en nuestros tiempos.
Pero también Rubén era un gourmet. El gourmet goza comiendo, saborea a fondo cada bocado, usa su paladar como instrumento de placer, y no es de ninguna manera un goloso que devora de manera desbocada y busca rellenarse la tripa hasta decir no más. Estos son los gourmands, o sea, los glotones, culpables de gula, uno de los siete pecados capitales, y que se exponen, por tanto, a ser abrasados en las llamas del infierno como los personajes de aquella inolvidable película de Marco Ferreri, La grande Bouffe (La gran comilona) donde los personajes, cuatro viejos amigos, se encierran a hartarse hasta morir reventados, el más singular de los suicidios. Por supuesto que Rubén nunca fue un glotón, porque eso contradice las estrictas reglas del sibaritismo, y un nefelibata, de paso ligero entre las nubes, tampoco se atiborra hasta caer morado.