Sergio Ramírez
Las ideas europeas que alimentaron nuestra independencia circulaban de contrabando, por peligrosas. Eran exóticas, y sus símbolos también lo eran. El gorro frigio se quedó hasta hoy días en los escudos de armas de las nuevas repúblicas, desde Argentina, hasta Bolivia, Colombia, Cuba, Haití, El Salvador, y Nicaragua, un emblema persistente de la libertad tantas veces malversada.
Y las ideas europeas que definieron el estado moderno en el siglo diecinueve y se asentaron en las nuevas constituciones, siguieron siendo exóticas por mucho tiempo, y en no pocos sentidos lo son aún: imperio de la ley, balance de poderes, gobiernos republicanos y democráticos.
Al hablar de la relación entre Europa y América Latina, salta de por medio una asimetría democrática. En muchos sentidos, seguimos siendo decimonónicos porque la institucionalidad no ha progresado la suficiente, y es fácil que debajo de las pretensiones de modernidad surja siempre la figura autoritaria del caudillo.
Tenemos gobiernos más o menos democráticos, basados en concepciones ideológicas diferentes, no pocas de ellas obsoletas, y no en reglas institucionales identificables. De esta manera hemos entrado en el siglo veintiuno, y no creo que podamos apartarnos a corto plazo de semejante perspectiva.