Sergio Ramírez
Ésta es la muerte festiva, la de azúcar chocolate, de fémures y tibias comestibles y calaveras que se disfrutan trocito a trocito. La otra, la de verdad, se ha vuelto el elemento omnipresente del paisaje cotidiano de México, cadáveres mutilados que se apilan abandonados en los baldíos, emigrantes de paso hacia Estados Unidos ametrallados en masa, cuerpos que cuelgan de los puentes peatonales sobre las autopistas, cabezas de decapitados entregadas a domicilio, la fiesta del terror en todos sus furores.
Pero la una es la representación sin remedio de la otra. Hay que reírse de la pelona, la huesuda, la calaca, la catrina. Ser amable con ella, no olvidarla. Sentarla a la mesa de los comensales. Aprender a no tenerle miedo. O fingir que no se le teme, para no tentarla. O tentarla de verdad, si de todos va a envolverte en el abrazo de sus huesos duros, treinta y cinco mil asesinados que van ya desde que comenzó esta guerra que cunde en las calles y en las carreteras y alborota y abarrota los cementerios. Desafiar a la muerte tan celebrada, que puede ser una bravuconada de macho pendenciero, o un acto de serenidad. Si no veamos a Marisol Valles, esta muchacha que a sus apenas veinte años ha ocupado sin alardes, y seguramente a falta de candidatos varones, la jefatura de policía del municipio de Praxedis G. Guerrero, en el estado de Chihuahua.