Sergio Ramírez
Yo había llegado unos días antes para las vacaciones de fin de año con mi familia desde Costa Rica, donde entonces vivíamos, y esa noche del terremoto dormíamos en Masatepe, a poca distancia de la capital. Las noticias de gente del poblado que participaba en fiestas navideñas en Managua y volvía despavorida, eran alarmantes. “¡Managua ya no existe!”, es lo que se escuchaba en las calles a oscuras, porque la energía eléctrica se había cortado. Las líneas de teléfono estaban muertas, y el dial de la radio vacío. A las seis de la mañana, estábamos mi mujer y yo en Managua buscando familiares entre los escombros.
De lejos, mientras nos acercábamos por la carretera de Masaya, que en su recta final parece entrar en el lejano volcán Momotombo, las columnas de humo de los incendios se veían ascender lentamente en el cielo limpio del amanecer, un aviso de la magnitud de la catástrofe. A contramano, comenzaba el éxodo que luego sería total, camiones, camionetas de acarreo arracimadas de muebles y colchones, carretones de mano que transportaban heridos, taxis, motocicletas, bicicletas.
Las paredes derruidas enseñaban muebles revueltos y descalabrados en dormitorios y salas, los colgajos de los alambres del tendido eléctrico pendían sueltos junto con los adornos luminosos de Navidad instalados las calles. En las aceras, cubiertas de cascajos, ripios y rótulos comerciales derribados, se alineaban los cadáveres sobre puertas desgajadas o sobre el piso desnudo, liados en sábanas. De alguna casa en ruinas salía un ataúd, otro más navegaba llevado en hombros entre el humo.