
Sergio Ramírez
Obama cuatro años atrás a los ojos de un filósofo francés que se ha puesto los zapatos de Tocqueville en busca de explorar los Estados Unidos contemporáneos, y como buen francés austero de modales y temeroso del ridículo, sufre de vergüenza ajena al ver a los convencionales demócratas reunidos en el Fleet Center ensombrerados con réplicas de cabezas de mulas, el símbolo de su partido, y rascacielos que recuerdan a las torres gemelas derribadas por un ataque terrorista. Pero a la medianoche, cuando Obama sube al podio para pronunciar su discurso, Lévy se olvida de los sombreros de carnaval para apuntar el ligero paso de danza con que camina por el escenario bajo la luz de los reflectores, la sabiduría de los gestos histriónicos, en los que calcula todo, "la más ligera de las entonaciones debidamente calibrada, y aparentando improvisar hasta los suspiros".
Pero es un discurso donde ya está allí desde entonces el mensaje que habría de seducir a millones de ciudadanos de todo color y tamaño cuatro años después, y cuyo tono religioso desagrada a Lévy, que se confiesa un francés acostumbrado a las grandes disputas políticas, y encuentra las palabras de aquel "negro blanco", "desesperadamente acomodaticias" cuando dice que no hay unos Estados Unidos negros, ni unos Estados Unidos blancos, ni unos Estados Unidos latinoamericanos, ni asiáticos, que sólo hay los Estados Unidos de América.