Sergio Ramírez
Hasta hace poco, Grecia e Islandia eran paraísos, cada uno en su propia dimensión. No se extrañe uno de los paraísos en Europa. Hay campesinos en Alemania o en Bélgica que recibe un cheque mensual del estado para que no cultiven alimentos y se dediquen a cuidar el paisaje que se extiende por los prados que atraviesan los trenes de alta velocidad y las autopistas; hace algunas décadas, cuando Grecia era un socio feliz de la comunidad europea, los agricultores cosechaban miles de toneladas de tomates que luego debían enterrar en zanjas abiertas con excavadoras, para que los precios no se desplomaran. Recibían un subsidio, pero se llenaban de frustración al ver cómo el fruto de su labor volvía de semejante manera a la tierra.
Islandia tiene poco más de 100 mil kilómetros cuadrados, y una población un poco mayor de 300 mil habitantes. Hasta antes de la crisis que se desencadenó a finales de 2008, el ingreso per cápita era de cerca de 56 mil dólares, séptimo en la lista de los primeros diez países más ricos del mundo; ahora ese ingreso se ha desplomado a 38 mil dólares.
Lo que cuenta la historia aleccionadora es que en 2008 Islandia se declaró en bancarrota. Sobrevino una inflación galopante, la devaluación de la moneda, la insolvencia para pagar hipotecas y deudas de consumo. Los banqueros habían desquebrajado las bases de la floreciente economía, floreciente de manera bastante artificial, como sucede siempre con esos booms basados en la especulación y en el engaño que hace que los ciudadanos se crean ricos, todos armados de una tarjeta de crédito platino, y dueños de tres automóviles, y casas de campo y casas de playa; éste último es sólo un ejemplo, ya se sabe que las costas de Islandia no son como para tenderse a tomar sol.