Sergio Ramírez
Porque somos hijos de la indiscreción por naturaleza, siempre querremos saber lo que no nos concierne en cuanto a las vidas de los demás. Es lo que el diablo cojuelo le muestra al estudiante don Cleofás, pervertido por la curiosidad que siempre nos carcome el alma. Le muestra a las gentes a la hora de irse a la cama, en camisones de dormir, o desnudos de cuerpo y alma; le muestras las pendencias domésticas, los secretos de familia, lo que cuando no está bien guardado bajo siete llaves se vuelve bochorno. Amplifica voces que susurran chismes, conversaciones en voz baja que propagan infundios o verdades enteras o a medias acerca del prójimo. Nada de eso está destinado a los oídos ajenos, mucho menos a los oídos de los agraviados, y mientras no se sepa lo que murmura o se dice en las alcobas, la paz estará asegurada. Pero para eso el diablo es el diablo, y peor si el diablo es cojo, que es, en todo caso, un diablo simpático.
El diablo puede provocar inquinas gracias a la indiscreción cuando se trata de las vidas privadas, pero ya ven lo que ocurre cuando se trata de levantar los techos de las alcobas de la política internacional donde se vive, por lo general, en falsa convivencia. Ha puesto un altoparlante a miles de conversaciones entre agentes diplomáticos de los Estados Unidos, y políticos de diversas latitudes y funcionarios de gobiernos locales, y una lupa de tamaño universal a los mensajes de esos mismos diplomáticos dispersos por el mundo, dirigidos a sus jefes en el Departamento de Estado.