Sergio Ramírez
Oyendo cantar a Paco Ibáñez las Coplas de Jorge Manrique por la muerte de su padre, con todo ese sentimiento salido de las entrañas que él pone, queda claro que ésta es la mejor manera de aprender poesía, de memorizarla, de volverla parte de las funciones sagradas de la memoria, para que la poesía vaya también a nutrir esos veneros de donde brota la escritura; porque para prepararse a escribir novelas, se lo dije, no hay nada menor que entrenarse en la poesía, leída con devoción, y cuánto mejor si escuchada con devoción.
Que fue la manera como surgió la poesía, cantada, para perder luego a través de los siglos la música que la acompañaba y quedarse con la música que la ilumina por dentro y que a un juglar de los viejos tiempos como a Paco Ibáñez toca descubrir como sacarla de las entrañas del verso y volverla a dejar patente. Ponerle a la poesía la música que ya estaba en la poesía.
En la voz de Paco Ibáñez toda poesía se convierte en un clamor de rebeldía frente a injusticias y desigualdades cuanto toca los registros del siglo de oro, siempre poderoso caballero es don dinero, y ya no se diga cuando toca los registros contemporáneos en la belleza de las estrofas de García Lorca, de Rafael Alberti, de Gabriela Celaya, de Miguel Hernández, andaluces de Jaén…¿de quién son esos olivos?, de Blas de Otero cuando canta al duro y terrible rostro de mi patria, y sabe que a pesar de todo le queda la palabra.
Al final de aquella plática venturosa, me dijo Paco Ibáñez que la noche anterior en el concierto del teatro Amira de la Rosa había olvidado cantar la Canción de otoño en primavera de Rubén Darío, ¿y cómo podía no hacerlo frente a un nicaragüense? Y entonces desenfundó la guitarra y allí, frente a los huéspedes atónitos del hotel, cantó juventud divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!, e igualmente atónito recibí semejante homenaje que ahora aquí consigno.