Sergio Ramírez
Managua, donde para el ojo ajeno las haciendas eran tan baratas como las mujeres, desapareció para siempre con el terremoto de la víspera de Navidad de 1972, veinte mil muertos bajo los escombros a la luz de los incendios, luego un éxodo total de sobrevivientes que se dispersó por todo el país, y después un inmenso hoyo negro rodeado de alambradas, y la hedentina de los cadáveres que no se apagó por meses. La tumba de la dictadura de Somoza.
La ciudad puede parecer idílica desde el aire al viajero primerizo, como en la letra del corrido. El lago Xolotlán que extiende sus aguas grises, quizás verdes, en la lontananza, bajo la custodia del imponente cono del volcán Momotombo. Las aguas esmeralda de las lagunas que duermen en el fondo de los antiguos cráteres. Junto a una de ellas, la laguna de Tiscapa, se levantaba el Palacio Presidencial de la familia Somoza en lo alto del cráter. Un palacio de arcadas moriscas, en el mejor estilo mudéjar tropical, mientras abajo, en los jardines, los prisioneros convivían en estrecha vecindad con los leones y las panteras de un zoológico doméstico jaulas, fieras y hombres enjaulados. El poder en un solo puño, desde arriba, pintado de color kaki, o caca, como era el color de los cuarteles que rodeaban el palacio del califato. Abajo, la ciudad al alcance de la mano, o del puño, entre las brumas de la resolana.
Por décadas, Managua ha ensuciado sin piedad las aguas de su lago de cristal. Mi amigo el poeta Mario Cajina Vega, ya muerto, sentenciaba en los años 60 que era un eufemismo decir que la capital le daba las espaldas al lago, si más bien le daba las nalgas, porque defecaba sin pudicia en él. Era su excusado, su depósito de aguas negras, como lo sigue siendo. Nunca ha tenido otro uso. Una ciudad fecal.