
Sergio Ramírez
En la plaza de la Ópera en Berlín, donde los nazis encendieron el 10 de mayo de 1933 una pira de libros prohibidos, como manera de querer pegarle fuego a la razón y a la imaginación, existe ahora un bello monumento que no se ve desde ningún ángulo de la plaza. Uno tiene que acercarse a un panel de vidrio en el suelo, debajo del cual hay una habitación desierta rodeada de estantes de libros, pero sin libros.
¿Y quiénes son los pirómanos de la inteligencia, los que no quieren dejar ver, ni oír, ni leer, ni aprender, ni sentir? Generalmente los que prohíben sin haber visto ni leído ni oído lo que quieren prohibir, sólo porque una película, un libro, un objeto de arte, calza en los moldes de lo que su mente rechaza por adelantado. Una mente donde no entran ni el aire, ni la luz.
Cuando el Vaticano puso en la lista de películas prohibidas la Dolce Vita de Federico Fellini, el cardenal del Santo Oficio que había dado aquella orden, cuando se le preguntó si había visto la película respondió que no, que él no veía basura. Y cuando en Cuba fue prohibida Guantanamera, la película de Tomás Gutiérrez Alea, el Comandante en Jefe, que la había atacado por la televisión, a la misma pregunta respondió lo mismo, que no veía basura.
Las listas de lo prohibido son siempre medievales. Es decir, son retrógradas, y oscurantistas.