
Sergio Ramírez
Piecito, el payaso salvadoreño asesinado a media calle por un desconocido, se había maquillado en pleno parque San José, ya vestido con su atuendo colorido, porque se disponía a cumplir un compromiso, animar una fiesta infantil, quizás; y sacamos que se trataba de un payaso pobre, como la mayoría de los payasos, por el hecho de que utilizaba un espacio público como camerino. Nadie querría robarle, por tanto. Detrás de la cinta amarilla que delimita la escena del crimen, su cuerpo aparece tendido junto a un muro, de espaldas, y pueden distinguirse los pantalones verdes de su traje, con bolsillos naranja.
¿Quién lo mató? Sigue siendo la pregunta que seguramente la policía no llegará a dilucidar, en una ciudad como San Salvador, donde se cometen al día muchos otros crímenes, y aquí no se trata sino de un payaso. ¿Lo mató otro payaso? ¿Iba su asesino vestido también de payaso, con lo que era más fácil huir, porque podía despojarse de carrera de su disfraz?
Son preguntas que sólo la literatura puede responder, porque hay aquí un argumento narrativo. "Nadie en el mundo entiende a un payaso, ni siquiera otro payaso", dice Heinrich Böll en su novela Opiniones de un payaso. Suficiente para saber también que tampoco nadie entenderá tampoco la muerte de un payaso tendido en una acera de una calle solitaria, vestido de payaso, y recién maquillado para divertir a otros en una fiesta, si un escritor que se decida a utilizar la historia, no lo explica.
Pero falta hablar de dos payasos asesinados también a tiros en Colombia, en plena función del circo.