Sergio Ramírez
Me fui entonces con la experta en relaciones públicas a cumplir con mi destino. Empezamos con un programa de radio a la hora del almuerzo, transmitido desde el restaurante Rancho Luna de la calle 45, Latinoamérica al Día, si mal no me acuerdo, entre vociferaciones y pláticas y comentarios de mesa a mesa, conspiraciones a grito partido y últimas novedades sobre la inminente muerte de Fidel Castro, atacado por enfermedades misteriosas. Cada minuto que pasaba yo sentía que se hacía eterno, y maldecía, además, a la experta que me había dejado a la puerta del restaurante prometiendo regresar para llevarme a la siguiente estación de la agenda.
Para no cansar el cuento, a las dos de la tarde estaba ya en el estudio de Radio Mambí. El programa estelar que me tocaba se pasaba en vivo, y duraba una hora completa, con intervenciones libres del público al final. La boca del lobo es siempre honda y oscura, pero aquel conductor era un hombre muy cordial, y muy profesional, muy bien enterado de los libros y muy sagaz en sus juicios literarios, y cuando entramos en el terreno político no dejó su ponderación. Se acercaba la hora en que se abriría el micrófono para dar paso a las intervenciones de los radioyentes, y entonces empezó a advertir a los participantes potenciales que las preguntas debían plantease con respeto, mientras los múltiples botones del teléfono de cabina relampagueaban con furia.