Sergio Ramírez
Desde su alta potestad de administradora de justicia, la jueza de mis historia actuó como toda una madre de familia, amantísima pero intransigente, que juzga saber bien lo que el hijo díscolo necesita como correctivo; o como vieja maestra de escuela que sabe escoger de entre su catálogo pedagógico las medidas represivas apropiadas, capaces de enderezar el carácter, cuando aún se está a tiempo. De esta manera, la lista de compositores con que proveyó al trasgresor, para su provecho, estaba destinada a purgar sus gustos, como si se tratara de un laxante que le habría de dejar las tripas transparentes.
La magistrada de mi historia se llama Susan Fornof-Lippencott, y debe andar en sus sesenta, mientras el culpable, de 24 años, se llama Andrew Vactor, nombres ambos de compleja sustancia, muy propios para una novela de Vladimir Nabokov. Vactor, resignado a hacerse cargo del castigo alterno para salvar a su bolsillo de las consecuencias del desmán cometido, fue colocado bajo la estricta vigilancia del fiador designado por la jueza, el que, previo juramento, se comprometió a que la pena impuesta fuera cumplida a cabalidad por su fiado, ni un minuto de menos.
Se programó un horario de ejecuciones musicales a lo largo de una semana, la pena de 20 largas horas administrada a un promedio de tres horas por día. No alcanzo a saber si se pensó en recreos intermedios.