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II. Ciudad perdida

Por 26 de marzo de 2010 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Sergio Ramírez

Las ruletas del Malecón que giraban con un incitante cascabeleo, los rimeros de fichas sobre el mantel de hule, no lejos el Cabaret Copacabana que se alzaba sobre pilotes en las aguas del lago, y el Hipódromo vecino donde corrían los caballos de Somoza. La catedral de muros orinados, rodeada de pordioseros que acampaban en sus balaustradas. Los baldíos de la bajada de Chico Pelón donde acampaban los circos extranjeros, y se oían los rugidos de los leones hambrientos. Las campanadas de la estación y el tren que se alejaba por entre las breñas de la costa.

            No hubo nada de lo que me haya perdido.  De los primeros en llegar al lugar del accidente cuando cayó ante mis ojos uno de los aviones a chorro de la escuadrilla acrobática de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, que rompían con estruendo de trueno la barrera del sonido para perderse sobre la sierra de Managua y volver rasantes sobre el lago.  La visión de Clarita Parodi en traje de montar negro, encabezando un desfile hípico en la calle 15 de septiembre, el cabello rubio, peinado al estilo de Eva Perón, bajo las alas de un sombrero cordobés.

            El rosario viviente en el Estadio Nacional, en honor del Cardenal Francis Spellmann, arzobispo de Nueva York, invitado por el viejo Somoza a visitar Nicaragua. Llegó al aula Gulliver en busca de reclutas, un alumno por lámpara eléctrica, de las miles que deberían irse encendiendo, misterio por misterio, hasta completar el rosario extendido en forma de corazón, y yo me ofrecí voluntario.

            Los sábados esperaba con ansiedad a que Gulliver llegara a buscar a quienes querían confesarse en una sala de la segunda planta, con un padre capuchino de largas barbas, que irrigaba saliva al hablar y olía a trapos antiguos. Yo era de los primeros en alzar la mano porque así podía huir de la clase de geometría, y me entretenía en la fila que iba acercándose al capuchino mientras miraba maniobrar a los cadetes por encima del muro al otro lado de la calle, preparándose para el desfile marcial de cada domingo por la avenida Roosevelt, cuando iban a oír misa a la catedral al son de la banda de guerra…

            Es la ciudad que se llevó para siempre el terremoto del 22 de diciembre de 1972.

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Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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