Sergio Ramírez
Alguna vez hojeé de adolescente en una peluquería de mi pueblo esas novelas de Corín Tellado, que venían al final de la revista Vanidades, o Romances, siempre de fecha ya vieja como son todas las revistas que uno suele encontrarse en las peluquerías y en los consultorios de los dentistas, descuadernadas de tan manoseadas. Mi recuerdo es que en la primera línea de cualquiera de esas novelas había siempre un galán de ojos verdes como el mar, apuesto, y por supuesto rico, y de noble cuna. ¿Quién se acuerda del nombre de alguna de ellas? No es necesario. Se trata de un arte efímero, una escritura que se consume a sí misma y se borra como por ensalmo una vez leída, para renacer luego como si nunca hubiera sido concebida antes, confiada en el olvido, o en esa necesidad inmarcesible de leer siempre la misma historia consoladora, y así de manera infinita.
Pero siempre se me creó entonces una confusión entre los nombres de Corín Tellado y Caridad Bravo Adams, otra campeona de la escritura de novelas a dos o tres por semana, a quien creí así mismo una marca de fábrica. Pero descubro que Caridad existió también, y es mexicana de nacimiento, lo mismo que Delia Fiallo, cubana no menos fecunda que pasó a la celebridad de las telenovelas; y aún hay otro no menos célebre, Félix B. Caignet, cubano también, autor de El derecho de nacer. Para todos ellos, seres felices por prolíficos, nunca fue un tormento enfrentarse a la página en blanco, y escribir no otra cosa que un paseo de verano por un verde prado.