Sergio Ramírez
Sin duda el comandante Chávez, gracias a esa eternidad que sólo crea la magia de las mentes, entrará en el santoral no oficial al que pertenece el doctor José Gregorio Hernández, el médico entregado a los pacientes pobres, y muerto a una edad parecida, frente a cuyo retrato se enciende veladoras y se elevan plegarias porque, además, desde esa eternidad alimentada por la devoción se quedó haciendo milagros en beneficio de los suplicantes.
Para pasar a los altares populares habrá sido necesaria en vida el aura del carisma, que empieza por el magnetismo personal, por la memoria para recordar nombres, por el don de la oratoria que electriza porque polariza, mandando a la hoguera a los adversarios. No quedaría en el alma colectiva donde se engendra el mito alguien que pronunció en vida discursos aburridos y monocordes, que no cantó y bailó en las tarimas, que no sabía de memoria las tonadas llaneras, que no desafió gallardamente al gigante de siete leguas.
Pero sobre todo, al caudillo muerto se le recuerda como uno recordaría a su propio padre, bondadoso, dispuesto a extender la mano para colmar de dones a sus partidarios, y al mismo tiempo decidido a castigar a los díscolos enviándolos a las llamas del infierno. Síganme los buenos. La patria que el caudillo ofrece como panacea sólo da cobijo a los fieles seguidores.