
Sergio Ramírez
El niño que habita las páginas de El olvido que seremos despierta a la vida profesando amor ciego al padre, que se llama Héctor como él. El padre llena todos los espacios, y el niño va creciendo con la infaltable necesidad de sentirse cerca, sino pegado, a esa presencia que anula todo lo demás. Es un amor que se hizo durante la infancia, y desde entonces se volvió inconmovible, la infancia reflejada en ese "espejo opaco y vuelto añicos" de los recuerdos, hecha no de líneas cuando llega a la memoria, sino de sobresaltos.
Y es tal ese amor sin muros ni acomodos, que igual seguiría golpeando en el recuerdo del hijo si el padre hubiera muerto tranquilamente de vejez en su cama. Pero no sería el héroe. El caso es que el padre que llena las páginas de este libro, línea a línea, fue ultimado a tiros por unos sicarios bajo paga en una calle de Medellín, y aunque eso no cambia el destino del amor profeso, lo ilumina con una aura de dramatismo que viene a ser tan grande como el aura de ese mismo amor transformado en palabras.
Por tanto, no se trata de un padre cualquiera, sino de un idealista de esos a quienes la pureza de su credo y de sus intenciones hace que desprecie los peligros que, por culpa de su conducta, van cercándolo todos los días, hasta convertirlo en una víctima más pero que es, de todas maneras, una víctima única.