
Sergio Ramírez
Siempre vi en los periódicos las listas bursátiles como incomprensibles desfiles de patas de mosca arando el papel, capaces de llenar planas enteras, y lo mismo en la televisión la cinta interminable con los índices de NASDAQ, DOW JONES, NIKKEL, IBEX, cifras y nombres ajenos y enigmáticos, un lenguaje de otro mundo hecho para el uso de iniciados de una religión esotérica. Una amiga, más profana que yo en estos asuntos financieros, tiene una definición de la bolsa muy resumida: "un lugar donde hacen señas de sordomudos, rompen papeles y los tiran al aire, suena una campana, y después se suicidan".
Ya no me queda nada de aquella indiferencia frente al misterio de esos signos. El extraño animal financiero, que antes vivía comiendo y defecando cifras en las cavernas virtuales, ha roto el biombo de papel que lo separaba del mundo real, y ha entrado en nuestras vidas escupiendo fuego como los dragones de verdad, y depredando todo a su paso. No ha cobrado aún suicidios, como en la vieja historia del crack de 1929, pero a lo mejor solo es cuestión de tiempo que veamos en las pantallas de televisión a los magnates saltando por los ventanas, aunque no pocos de ellos se han puesto ya a buen recaudo; al menos los ejecutivos de los bancos quebrados, que cobraron sumas hasta de 450 millones de dólares en bonificaciones antes de huir de la catástrofe.