Sergio Ramírez
Si se quiere tejer una tela de colores homogéneos para representar la democracia y los procesos políticos en América Latina, nos encontraremos con que la primera en advertirnos de la diversidad de contrastes es la historia misma.
Hay países que en medio de sus vicisitudes ganaron en el siglo veinte un buen grado de estabilidad democrática, basada en la fortaleza de las instituciones, como Uruguay, o Chile, y que tras cruentos períodos de dictadura volvieron a la vida ciudadana pacífica, basada en la alternancia y en el respeto a la ley, no importa que el presidente de la república sea en Uruguay el viejo guerrillero Tupamaro José Mujica, que pasó años en la cárcel, o que la presidenta anterior de Chile, Michele Bachelet, haya sido hija de un militar patriota asesinado por Pinochet, o que ella misma hubiera sido torturada junto con su madre por los militares golpistas.
No es el caso, sin embargo, de países como Bolivia, Nicaragua, o Paraguay, donde la tradición democrática ha sido escasa, o nula, y donde los gobiernos civiles surgidos de la voluntad popular han sido esporádicos, raras flores en el páramo autoritario.
Siendo así, el pasado vuelve a cobrar siempre sus viejas cuentas, y la democracia, como solía afirmar el viejo Somoza con acento cínico y paternal, no es sino un alimento de adultos, demasiado pesado para el estómago de un niño.