Sergio Ramírez
Tras la caída en Túnez de la pareja formada por el dictador Ben Alí y su mujer Leila Trabelsi, la sagaz Primera Dama que según se cuenta se llevó de las bóvedas del banco del estado dos toneladas de lingotes de oro para no pasar dificultades en su exilio, otros países árabes vecinos, con largos regímenes autoritarios y familiares están siendo sacudidos por crecientes revueltas populares. La gente se ha decidido a salir a las calles sin miedo, decidida a obtener la democracia a cualquier precio. Cuando la pradera prende, el fuego no conoce ni límites ni fronteras.
La dictadura de Hosni Mubarak en Egipto, que ya dura treinta años, es la siguiente en la lista. El ejército ha sacado sus tanques a la calle, pero rodeados por la multitud parecen bestias inofensivas. Los prisioneros políticos huyen de las cárceles que se quedan vacías hasta de guardianes. Un joven manifestante dice frente a las cámaras de la televisión en la plaza Tahrir de El Cairo: "Si mi abuela y mis tías están aquí, ¿Por qué no iba estar yo?". Cuando las abuelas se deciden, ya todo el mundo perdió el miedo.
Arden las efigies gigantescas del anciano Mubarak colocadas en plazas y avenidas. Pero también ha ardido en El Cairo, incendiado por los manifestantes, el imponente edificio que sirve de sede al Partido Nacional Democrático, el partido oficial, y prácticamente el único legal en Egipto. Es el destino final de los partidos que obligan a todos los ciudadanos a llevar un carnet en el bolsillo, arder alguna vez. Las fichas de afiliación terminan consumidas por las llamas, y los carnets van a dar a la basura.