Sergio Ramírez
Lo primero que se me ocurrió escribirle a Carlos Monsivais cuando me llegó en el 2006 la noticia de que había ganado el Premio Juan Rulfo, que se otorga cada año en México con motivo de la Feria del Libro de Guadalajara, fue que, ahora sí, su augusta cabeza quedaría eternizada en egregio mármol. Bronce corintio, mármol de Jonia, a él que tanto le gustaba citar de memoria a Rubén Darío.
Para quienes no lo sepan, los bustos de todos los ganadores del premio, desde que éste se concedió por primera vez en 1991 al poeta chileno Nicanor Parra, van sumándose en el salón de honor del Paraninfo de la Universidad de Guadalajara, cabeza y torso de escritores tan irreverentes, algunos de ellos, como el propio Parra, Augusto Monterroso o Juan José Arreola, o el propio Monsivais. Todos ellos alguna vez se burlaron de bustos y otras clases de monumentos, en mármol, bronce o cemento. Pero al que no quiere caldo, dos tazas.
No sé si fue a Carlos Fuentes a quien se le ocurrió decir, con toda fortuna, que Monsivais era el Quevedo mexicano. Un Quevedo contemporáneo, trasladado a tierras de América igual que don Pablos, el célebre buscón de la picaresca del siglo de oro, termina, al final de sus aventuras en la península, embarcándose hacia el nuevo continente.
Monsivais vino a ser así otro Quevedo, o un personaje de Quevedo, rodeado de sus célebres y celebrados gatos, dueño de su propia leyenda en el hacinamiento del infinito distrito federal, implacable y mordaz, incesante en el ingenio y despiadado en sus juicios de fingida inocencia.