Sergio Ramírez
Dicen las crónicas orales recogidas por la prensa, que pronto serán historia, o ya lo son, que el coronel Kadafi, cercado por soldados rebeldes en una alcantarilla de las afueras de Sirte, exclamó: "¿qué pasa? ¿qué pasa?". Otras versiones, y la historia nunca terminará de escoger, dicen que sus palabras también fueron: "No me maten…mis hijos…". Su huída había terminado en aquella alcantarilla, y poco después sería arrastrado, golpeado, y por fin asesinado sin piedad por sus captores, para ser llevado luego al frigorífico de un centro comercial de Misrata, donde la gente hacía largas colas para ver su cadáver, el suyo y el de uno de sus hijos, Muatassim, todopoderoso también, e igualmente temido.
El poder visto como un destino personal no deja de ser una ilusión de la que no se despierta sino a la hora de la muerte, o a lo mejor, esa ilusión se va con los tiranos a la tumba, como si no hubiesen podido traspasar nunca las fronteras de su mundo de ensueño, para regresar al mundo real. El ensueño del poder total, que enajena los sentidos, y aleja la percepción de la realidad, creando otra paralela. El coronel Kadafi, ya sin poder ninguno, rodeado por los últimos de sus fieles en su escondite, seguía llamando al pueblo a resistir, el mismo pueblo que alzado en armas había convertido en cenizas todos sus fastos y sus oropeles. Pero en su mente, él seguía siendo el Mahdí invencible y amado, el caudillo absoluto de los mil disfraces.