Sergio Ramírez
Un corrido de aires festivos canta a Managua como la novia del Xolotlán, nombre del lago de sus orillas en lengua náhuatl. Una capital con una leyenda idílica, antes de que el terremoto de la medianoche del 22 de diciembre de 1972, hace ahora cuarenta años, la hiciera desaparecer; el Xolotlán, un lago de cristal, aunque fuera la cloaca de la ciudad; lagunas volcánicas de celofán, y de terciopelo la sierra que la custodia desde el sur. Managua era una típica capital centroamericana de aires provincianos, de poco menos de 250 mil habitantes, calles estrechas, construcciones de taquezal y tejas de barro entre algunos edificios que alojaban bancos y tiendas comerciales, que se podía recorrer a pie desde la loma de Tiscapa, asiento del poder de la familia Somoza, hasta el lago Xolotlán, y donde al caer la tarde, cuando los negocios se cerraban y el tráfico disminuía junto con el calor de bochorno, las familias sacaban sus mecedoras y butacas a las aceras para las amenas tertulias entre vecinos.
Toda aquella vida quedó sepultada entre una inmensa polvareda, los edificios se quebraron por el espinazo, las casas de adobe sucumbieron sin remedio, y el terremoto cobró una cifra de vidas que nunca fue determinada, pero que bien puede llegar a 20 mil. La madrugada del día siguiente, cuando la gente no salía aún del aturdimiento, los vecinos se preguntaban de acera a acera cómo les había ido, y yo escuché a alguien responder: “a mí más o menos bien, sólo mi mamá…” O alguien decía: “sólo mi hermano”. Que un solo miembro de una familia hubiera muerto no dejaba de ser un consuelo, porque algunas habían perdido dos, o tres…