Sergio Ramírez
Los fundamentalistas empiezan siempre por buscar como imponer sus reglas morales cuando toman el poder. Cada quien tiene sus convicciones políticas o religiosas, sus formas de ver la familia, las relaciones entre vecinos, y puede vivir con ellas en paz para tranquilidad propia y de los demás. El problema empieza cuando esas concepciones se convierten en códigos rígidos que reglan la conducta social e individual, y se aplican a los demás como política de estado. Códigos de buen comportamiento, de recta conducta, de perfección moral. Y lo peor, códigos de la felicidad. El estado decreta que todos debemos ser felices, de acuerdo a las fantasías de quienes imponen esas normas.
Cada cabeza es un mundo, dice el viejo adagio, pero si alguien pretende que el mundo que está dentro de su cabeza sea también el mundo de los demás, no se puede concebir una forma peor de totalitarismo, el totalitarismo mental. El viejo marxismo decimonónico enseñaba que la felicidad del género humano era una meta lejana de alcanzar, tras arduas luchas; Stalin decidió que era necesario acelerar ese proceso que llevaba a la dicha, y asesinó a millones en nombre del bien colectivo. Pero hoy en día la felicidad desde el poder del estado se ofrece de manera instantánea, envuelta en un halo religioso, y en una retórica altisonante. Las primeras víctimas de la mentira son siempre las palabras.