Sergio Ramírez
En el cuadro La fuente de la juventud de Lucas Cranach, que se conserva en el Museo Estatal de Berlín, ancianas decrépitas son llevadas en carromatos hasta el borde de un estanque de aguas milagrosas, y tras entrar en ellas salen del otro lado, jóvenes y bellas otra vez, para ser conducidas por pajes a unas tiendas donde reciben ricos ropajes, y ya vestidas se entregan de nuevo a la fiesta del mundo en un verde prado donde hay mesas ricamente servidas, y caminos floridos por los que se pierden con amantes tan jóvenes como ellas.
El sueño de la eterna juventud se parece al sueño de la inmortalidad. Las aguas providenciales no sólo devuelven a los viejos las carnes lozanas, sino que el milagro obrará cuando veces sea necesario, hasta la eternidad. Es lo que pretendía Juan Ponce de León cuando siendo gobernador de Puerto Rico escuchó decir que a leguas de allí se hallaba esa fuente de la juventud urdida en las historias más antiguas: el agua de la vida a la que se llegaba tras atravesar la tierra de la oscuridad, que ya estaba en el Libro de las maravillas del mundo de Juan de Mandeville y en los escritos acerca del Preste Juan.
Soplaron en el oído ambicioso de Ponce de León la noticia de que un cacique anciano había recuperado de tal manera sus fuerzas gracias a aquellas aguas, que pudo emprender de nuevo "todos los ejercicios del hombre, tomar nueva esposa y engendrar más hijos". Armó entonces una expedición para ir en busca de la fuente maravillosa que le daría juventud eterna, y al mismo tiempo en busca de la riqueza infinita que le depararía la industria de vender juventud embotellada.