Sergio Ramírez
La idea que tenemos de imprimir se reduce generalmente al papel. Reproducir un documento, que es lo que un tiempo los monjes hacían a mano con los libros, y luego pasó al dominio de la imprenta de tipos móviles, la gran revolución del siglo XV. Siempre me ha fascinado imaginar el desconcierto de aquellos copistas encerrados tras las paredes de los conventos, no pocos de ellos analfabetas, cuando escucharon las primeras noticias de que se había inventado una máquina que sustituiría para siempre su paciente trabajo de pendolistas.
Como uno de esos monjes medioevales me sentí cuando en los años ochenta del siglo pasado abrí en Managua la caja donde venía el primer ordenador de palabras que llegaba a mis manos. Yo mismo lo instalé, siguiendo de manera febril las instrucciones del manual, y no quedé en paz hasta que pude teclear la primera palabra en la pantalla verde mientras la señal del cursor me incitaba a seguir adelante.
Las impresoras conectadas a las computadoras personales de entonces eran rudimentarias, pero hoy han logrado eliminar de nuestras mentes el concepto de original y copia que antes teníamos. Una impresora sólo produce originales, y esto que parece tan simple ha significado la alteración de todo un concepto filosófico.
Los grandes inventos no sacuden de un solo golpe a la humanidad, sino que se van abriendo paso en las mentes hasta que, después de ser un asunto de pocos, su uso se generaliza, y se vuelve costumbre.