Sergio Ramírez
El vendedor de cal descalzo y de barba encrespada, soplaba en las madrugadas la concha marina que traía en su salbeque de caminante, detrás la recua de mulas cargadas de zurrones. Caminaba leguas, sesteando en trechos del camino, desde los páramos de San Rafael del Sur, que van a dar al mar, subiendo por los contrafuertes de la sierra, hasta alcanzar la meseta y llegar al pueblo de Masatepe. Cada vez hacía lo mismo. Soplaba el caracol para dar noticia de que había llegado con la cal a aquel pueblo de grandes solares arbolados donde faltan casas por construir, y muchas mostraban la armazón desnuda de sus paredes de taquezal. Pero ahora se empeñaba con más fuerzas porque quería que una mujer oyera su aviso.
He encontrado entre papeles de familia una foto del año 1867, que amenaza con desvanecerse para siempre. Es el retrato de mi bisabuelo Francisco Gutiérrez, el vendedor de cal, y su esposa María Silva, cada vez más borroso, como si sus imágenes, que ni el scanner ha podido revivir, se empeñaran en entrar en el agua amarilla del olvido.
A él se le ve reposado y feliz, vestido de corbata con elegancia pueblerina, la barba algo revuelta, y muestra sus pies descalzos. Los grandes pies de caminante de leguas, rajados por la cal, reclaman el primer plano. Sentado a sus anchas en la butaca, mira con algo de curiosidad y fastidio a la cámara, y junto a él, en otra butaca, mi bisabuela, de trenzas y larga pollera, no esconde la satisfacción de la vida doméstica sin sobresaltos.