Sergio Ramírez
¿Por qué puerta se entra a la lectura? ¿Qué llave nos abrirá el palacio encantado de los libros? ¿Cómo se inicia uno en el misterio? Yo me inicié con La condesa Gamiani, como he contado otras veces. Era un libro clandestino, más bien un cuaderno mecanografiado con pastas de papel manila y cosido con hilo como los folios judiciales, que amenazaba deshacerse de tanto ser manoseado. Su dueño era un lejano primo por parte de mi madre, llamado Marcos Guerrero, de pelo y barba rizada y ojos de fiebre, como el leñador amante de Lady Chatterley, el personaje de D.H. Lawrence. Hablaba arrastrando las palabras con deje algo ronco y cansino, y vivía solitario en una casa desastrada, sus gallos de pelea por única compañía, desde que su hermano Telémaco se había suicidado de un balazo en la cabeza; tiempos en que la gente tenía nombres homéricos.
Marcos Guerrero guardaba la copia a máquina de La condesa Gamiani en un cajón de pino, de esos de embalar jabón de lavar ropa, junto con libros tan dispares como El conde de Montecristo, Gog de Giovanni Papini, o Flor de Fango de Vargas Vila. Esa era su biblioteca secreta, y la primera a la que tuve acceso. De modo que mi lectura de La condesa Gamiani, que pasaba de mano en mano entre mis compañeros de la escuela, fue una iniciación no sólo en el rito de la lectura, sino también en el de la sensualidad.